martes, julio 23, 2024

Stalin-Beria. 3: De la guerra al fin (9): El nuevo Beria

Brest-Litovsk 2.0
La ratonera de Kiev
Cambian las tornas
El deportador que no pudo con Zhukov
La sociedad Beria-Malenkov
A barrer mingrelianos
Movimientos orquestales en la cumbre
El ataque
El nuevo Beria
La cagada en la RDA
Una detención en el alambre
Coda 



Beria se destacó aquella mañana por su actitud ganadora y chulesca; tanto Khruschev como Aliluyeva lo recogen en sus recuerdos. Estaba, literalmente, encantado de que Stalin se estuviese muriendo, y o no quiso o, más probablemente, no pudo ocultarlo. Avanzada la mañana, dejó la dacha para irse al Kremlin, donde más que probablemente saqueó la caja de caudales personal de Stalin, llevándose y es de suponer que destruyendo los documentos más comprometedores que guardaba. Se ha especulado, de hecho, con que en esa caja podían estar ya las instrucciones de Stalin para labrar la perdición de su paisano. Khruschev, por su parte, cuenta en sus memorias que estaba muy preocupado por la composición del Politburo que dejaba Stalin, y la posición preeminente de Beria. Khruschev sabía que muchos de sus compañeros, y muy notablemente Malenkov, no verían en Beria el riesgo que veía él; y por eso era consciente de que primero tendría que convencerlos. Khruschev cuenta, en este sentido, que durante aquellas horas en Kuntsevo habló con Bulganin y le previno de que Beria podía tomar el control de las fuerzas de seguridad y acabar con todos ellos, los compañeros del Politburo. Bulganin, parece ser, era de la misma opinión. Sin embargo, ni siquiera logró hablar privadamente con Malenkov, quien le dijo, secamente, que lo que tuvieran que discutir, lo discutiesen en el Presidium.

Cuando regresó a la dacha, Lavrentii Beria parecía haber sido elegido ya nuevo secretario general. Con total naturalidad, le daba órdenes a sus compañeros del Politburo, presionándoles para que el gobierno hiciese pública la enfermedad de Stalin. El comunicado mentía sobre la situación de Stalin (decía que estaba en Moscú) y cifraba la hemorragia cerebral en el día 2 cuando, en realidad, había ocurrido el día anterior. Se decía que las áreas del cerebro afectadas eran fundamentales para la vida, y que Stalin había perdido la consciencia, que había perdido el control de la mitad derecha del cuerpo, que no podía hablar.

Hubo dos partes más: a las dos de la tarde y las cuatro de la tarde del día 5. Venían a decir que la situación seguía siendo crítica.

Vasili, el hijo dipsómano de Stalin, se presentó en la dacha y comenzó a gritar: “¡Esos bastardos lo han matado!” A las 9:50 del día 5, todo el pescado estaba vendido. Dimitri Trofimovitch Shepilov, entonces editor jefe de Pravda, habría de recordar que, horas después, fue convocado por Suslov al despacho de Stalin en el Kremlin. Allí estaba todo el Politburo discutiendo el funeral y esas cosas. Shepilov recordó que la presidencia de la mesa estaba vacía y que, junto a ella, enfrentados, estaban Malenkov y Beria, llevando ambos la voz cantante de los debates.

En la noche del 4 al 5 de marzo el Buro del Presidium (Beria, Bulganin, Voroshilov, Kaganovitch, Malenkov, Pervukhin, Saburov y Khruschev) se reunió. La decisión que tomaron fue cargarse el Presidium de 25 personas que se había inventado Stalin y volver al esquema del Politburo. Al día siguiente, se reunieron en sesión conjunta el Comité Central, el Consejo de Ministros y el Soviet Supremo. Beria y Malenkov hicieron suyo el encuentro, y especialmente Beria, que fue quien se apresuró en proponer a camarada Malenkov como presidente del Consejo de Ministros. Malenkov respondió proponiendo que Beria fuese su viceprimer ministro, junto con Molotov, Bulganin y Kaganovitch. Malenkov propuso la fusión de los ministerios de Asuntos Internos y de la Seguridad del Estado, esto es, la MVD y la MGB, en un solo ministerio al cargo del cual quedaría Beria. Molotov quedó como ministro de Exteriores, y Bulganin de Defensa.

Más importante: se ratificó la decisión de horas antes en el sentido de reducir a diez miembros del Presidium o Politburo, además de cuatro miembros candidatos. De los políticos recientemente introducidos en la cúpula del poder sólo sobrevivieron Bulganin, Maxim Zakharovitch Zaburov y Milhail Georgievitch Pervukhin. Uno de los sacrificados fue Leónidas Breznev. Incapaces de definir el liderazgo, sólo se acordó que Khruschev se centrase en el trabajo en el Comité Central.

Visto así, parece una victoria de Beria-Malenkov. Pero, la verdad, había algún signo en sentido contrario. A través de los políticos más jóvenes, Khruschev tenía cierto control, o cuando menos una minoría muy relevante, dentro del Politburo. Sin embargo, la orden que recibió el ucraniano de centrarse en el trabajo en el Comité Central le supuso perder su principal fuente de poder, que era la secretaría del Partido en Moscú (el puesto que, décadas después, encumbraría a Boris Yeltsin). El tema, además, era tan burdo que Nikolai Alexandrovitch Milhailov, el sustituto de Khruschev en Moscú, retuvo su secretaría del Comité Central; es decir, que lo que en Khruschev se supone que era incompatible, en él sí que lo era. Todo eso, más la salida de Breznev y de Nikolai Grigorievitch Ignatov, dos protegidos suyos.

La pelea, sin embargo, no estaba terminada. Beria logró colocar a Bagirov como miembro candidato para el Presidium y Malenkov colocó a Shatalin como miembro candidato al secretariado del Comité Central; pero Khruschev, al mismo tiempo, colocó a Ignatiev como secretario del Comité Central.

No sabemos, a ciencia cierta, si Stalin se murió pensando que dejaba las cosas atadas y bien atadas. Hay signos, de hecho, de que no fue así ni de lejos. Lo cierto es que el estalinismo comenzó a oxidarse muy pronto. Menos de un mes después de la muerte de Stalin, el caso de los doctores había quedado disuelto y Riumin, el trepa, había sido fusilado. El siguiente sería Beria.

Un año después de la muerte, el juez Cheptsov cerró el caso de los judíos de Leningrado, declarando que había sido una falsificación del “anterior ministro de Seguridad del Estado”. Los tres hermanos Voznesensky fueron rápidamente rehabilitados. En un año, Abakumov, y otros tres adjuntos que habían fabricado el caso habían sido fusilados, y varios otros terminaron en la cárcel. Uno de los temas interesantes que Abakumov se llevó a la tumba fue si verdaderamente, como se especula, en la primavera de 1951 Stalin le había encargado un caso contra el “gran mingreliano”, es decir, Beria.

Inmediatamente después del 7 de marzo, cuando todos los nuevos nombramientos y cambios en el gobierno y en Partido se anunciaron, en todo el país comenzó un culto a la personalidad de Malenkov. Todo el mundo parecía asumir que sería el nuevo secretario general. El funeral de Stalin ofreció pocas pistas, pues ahí Molotov, Beria y Malenkov aparecieron más o menos con el mismo estatus. Pero el más seguro de todos era Beria: Malenkov recordaría que el georgiano lo había llamado a su despacho para repasar el discurso funerario sobre Stalin, y se lo encontró de absoluto cachondeo, risa va, risa viene, con unos colegas de la policía georgiana.

La seguridad de Beria tenía su base. Conocía bien a Malenkov. Aparte de tener, seguro, más de un dosier sobre él, sabía que era una persona de fondo pusilánime que no sería capaz de imponerse a la cueva de ratas que era la cúpula de mando soviética. Beria, sin embargo, sabía que lo necesitaba, porque entendía, con buen criterio, que sus enemigos, en el caso de aflorar él como líder, usarían contra él el argumento, bastante lógico, de que la URSS no podía encadenar dos mandatarios georgianos.

El nombramiento de Malenkov, sin embargo, había despertado muchas críticas. Beria no era el único que se daba cuenta de que era demasiado nenaza para un puesto en el que siempre fue necesario ser el primer hijo de puta de la URSS. A mediados de marzo, Pravda, como apreciaron rápidamente sus atentos lectores en las embajadas occidentales, había claramente tascado el freno en su estrategia de citar a Malenkov hasta en el Horóscopo. De repente, el protagonista de las crónicas pasó a ser el Comité Central: esa dirección colegiada que Lenin siempre dijo que quería, aunque procuró justamente lo contrario, afloraba treinta años después. El 14 de marzo, en una reunión que no fue publicada hasta una semana después, Malenkov, supuestamente, pidió ser relevado de sus cargos en el Secretariado del Comité, para poder dedicarse en pleno a ser jefe de gobierno.

Da la impresión de que ese movimiento de Malenkov fue un pacto con Khruschev. Esto se deriva del hecho de que el ucraniano también sacrificó peones: Milhailov, Aristov y, finalmente, Ignatiev perdieron pie en el Secretariado, en lo que parece fue un intercambio de prisioneros entre ambos bandos. Khruschev seguía siendo el secretario de más poder, aunque tenía que vérselas con Nikolai Shatalin, que se había quedado con la importantísima competencia de los nombramientos en el Partido. El Secretariado estaba reducido a la mínima expresión (Khruschev, Shatalin, Suslov, Pospelov), lo que era una señal de su debilitamiento frente al gobierno. Malenkov estaba acumulando gente eficiente en los ministerios, en su intento por construir una URSS más del modelo que estamos acostumbrados a ver, es decir, un país donde mandan los que gobiernan. Claro que la legitimidad de un gobierno nace de que es elegido; y como allí no se elegía a nadie, en realidad, el tema podía ser así, o no.

La estrategia de fortalecer el Consejo de Ministros fue más de Beria que de Malenkov. Beria figuraba en primer lugar entre los viceprimer ministros, es decir, tenía prevalencia sobre Molotov, Bulganin y Kaganovitch. En otras palabras, era la mano que mecía aquella cuna; y su proyecto era que la URSS durmiese en esa cuna, y no en la del Partido. De hecho, el Presidium del Comité Central comenzó a firmar las decisiones de éste colectivamente; una forma de diluir la personalidad y el poder de Khruschev.

Todo, en el fondo, estaba en el aire. Tanto Khruschev como Beria necesitaban incrementar sus bases de poder para poder pensar que habían ganado. Beria, como es lógico, se centró en la fusionada MVD, un cuerpo policial que era, en realidad, un pequeño ejército paralelo. Echó a Riumin, a Ignatiev y a Yepishev, y metió a los eternos Kruglov, Serov y Kobulov (Bogdan). Promocionó también a Sudoplatov y a Obruchnikov, así como a otro antiguo colaborador, Nikolai Stepanovitch Sazykin. Sacó a Eitingon y Kuzmichev del maco. Asimismo, purgó todo el departamento de inteligencia exterior, empezando por su director, Sergei Romanovitch Savchenko (no confundir con Iván Savchenko, otro cuadro traído a Moscú desde Ucrania por Khruschev). Hizo, además, docenas de nombramientos en la estructura territorial de la policía. Para poder centrarse en lo que de verdad quería, Beria soltó cosas como el Gulag, encalomado al Ministerio de Justicia.

Hay una razón más para soltar los campos de concentración, y era poder decir eso de “pío, pío, que yo no he sido”. Beria, antes incluso que Khruschev, olfateó la necesidad de, no tanto desestalinizar el PCUS como desestalinizarse él mismo para, así, hacerse alguien popular. Usando sus competencias de viceprimer ministro, por ejemplo, comenzó a meter cuchara en los temas de política económica, tratando de eliminar rigorismos estalinistas que eran odiados por aquéllos que los sufrían. El 21 de marzo hizo una propuesta para que una veintena de grandes proyectos de infraestructuras se parasen, dado que tenían una escasa aplicación práctica. Asimismo, también se hizo un gran opositor del proyecto de agrovillas propugnado por Khruschev .

El 24 de marzo, buscando dicha popularidad, Beria envió un documento al Presidium abogando por una amplia amnistía. En el documento cifraba en 2.526.402 personas los habitantes de los campos de concentración, de los que confesaba, ahora, que sólo 221.435 eran realmente peligrosos. Afirmó, por lo tanto, con total desparpajo, que la institución policial que él mismo llevaba años comandando había metido a 2,3 millones de soviéticos en el maco porque le había salido de los cojones. El 27 de marzo, el Presidium puso la firma en un decreto que liberaba a todos los inquilinos de los campos que estuviesen cumpliendo sentencias de cinco años o menos, mujeres con hijos de menos de diez años, embarazadas, y jóvenes de menos de 18 años. Eso hacía aproximadamente un millón de reclusos. En lo general, a los que se quedaron se les permitieron cosas como leer, escribir y recibir visitas.

Obviamente, la medida más clara frente al público, anunciada el 4 de abril, fue la reversión del caso de los médicos asesinos. Fue la MVD quien dio la noticia en una nota; Beria quería que quedara bien claro que era él quien estaba colocando las cosas en su sitio. El primer viceprimer ministro comenzó a hablar de cambiar la legislación para proteger a la persona en los procesos (que hay que tener un papo de dos toneladas, la verdad) y tomó medidas muy efectivas para tratar de que la URSS fuese un país más o menos normal en el que no se viesen retratos de los mandatarios en cualquier esquina, y esas cosas. Cada vez más se hablaba del liderazgo colectivo, y el paseo de retratos de los líderes en las manifas se prohibió (aunque la prohibición duró poco).

En el ámbito internacional, Beria se convirtió dentro del gobierno soviético en el defensor de una tregua en Corea; de hecho, el 2 de abril las negociaciones de un armisticio comenzaron de nuevo. El 25 de abril, Pravda editorializó con palabras bastante positivas sobre un discurso del presidente Eisenhower.

El 26 de abril, Pravda informó de que los ministros habían recibido la potestad de decidir el uso de los fondos de sus ministerios por sí mismos y a decidir sobre cuestiones bajo su control sin tener que consultar con otros. En otras palabras, Partido y Gobierno quedaban desenganchados.

1 comentario:

  1. Hay muchos que piensan que Beria hubiera sido un reformador más radical que Khruschev (Sobre todo porque está bastante claro que pensaba que el montaje del Leninismo era una carallada) Lo cual no hubiera traído una URSS democrática, por supuesto, como mucho algo parecido al tinglado de Xi Jinping en china.

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